Mil millones de pompas de jabón

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«Tenía 9 años. Cabello corto y marrón. Piel blanca y brillante. Gafitas redondas de color rojo. Se llamaba Pedro. Desde que falleció su madre se había vuelto un poco solitario. En su habitación guardaba su mejor tesoro: una botella de Fairy de hacía 3 años. ¿Para qué quería Pedro jabón? Para lo más sencillo y divertido del mundo: hacer pompas y lanzarlas por la ventana. Cada una de ellas contenía un deseo, una ilusión y una historia. Hizo tantas que hasta soñaba con ellas. -¿Por qué te gusta tanto hacer pompas?- le dijo ese día su padre. –Se las envío a mamá. Y las relleno de todo lo que quiero contarle. Por eso hago tantas. Por si alguna se cansa y no llega a su destino-. Su padre le sonrió y se quedó mirando la botella vieja de jabón. -Tranquilo papá que con esta botella de Fairy tenemos para mil millones de pompas más-.»

Tócale el pelo

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«Era un ritual para ella. Después de lavárselo, secárselo y péinalo con un cepillo de púas grandes iba corriendo al sofá. Ahí estaba él. Ella lo miraba con una sonrisa irresistible y le pedía lo de todas las noches. Se sentaban uno delante de otro. Él empezaba a cepillarle su larga cabellera, de arriba abajo, haciendo formas. Después le cogía algunos mechones y empezaba a hacerle trenzas. Se las deshacía. Le peinaba con los dedos. Cuando el olor a cabello limpio, suave y fuerte se le quedaba entre las manos ella se dormía. –Me encanta que me toquen el pelo- le decía siempre. Y a él le encantaba que se lo pidiera.»

El vecino siempre llama mucha veces

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«Nos gusta dar las gracias a todas aquellas personas que, sin apenas conocernos, nos ayudan. Sin embargo, nos olvidamos de aquella personita que vemos casi todos los días y que de alguna manera siempre está ahí. Muy cerca. Vive encima, debajo o enfrente de tí. Te guarda las llaves. Te recoge el correo y te riega las plantas cuando estás de vacaciones. Se queda con los niños cuando sales algún día. Te sube la ropa que se te cae al patio, porque sabe que eres un despistado y no pones las suficientes pinzas. Aunque no te caiga muy bien porque a veces se queja de tu música, no podrías vivir sin él. Pero si de algo le has de dar las gracias es por hacerte la vida más dulce. Te preguntas las veces que se lo habrás dicho. ¿Tienes azúcar?»

Regalando tornillos desde 1943

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«¿Qué? No puede ser. Esto es imposible. No puede estar pasándome otra vez a mí. ¿Por qué siempre se repite la misma historia? Ahí está, inmóvil. No pienso tocarlo para comprobar si se mueve. Todas las desgracias me han de pasar a mí. ¡Si soy una persona responsable, precavida e inteligente! Tengo ganas de echarme a llorar. Dios mío, esto es una tortura. -¿Por qué gritas tanto? ¿Qué te pasa?- le espeta su mujer- Porque estoy harto de todo, no puedo más. Siempre me sobra, monte lo que monte. A veces pienso que no sirven para nada y los ponen de regalo para volvernos locos.»

El arte de comer

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«Tiene 33 años, tres meses y 2 días. Su comida favorita sigue siendo la misma que hace 20 años: espaguetis. Le gustan con cualquier salsa o sin nada. Pero cuando come solo es cuando más disfruta. Coge uno con las manos, levanta el brazo y empieza a comer poco a poco, espagueti a espagueti. Su madre le dice que coma como las personas. Él le contesta que come como los artistas, aunque sea informático. A su manera. Con las manos, con tenedor o cuchara, partirlos, enrollarlos e incluso hacer formas con ellos. Nadie lo sabía, pero en realidad los extraños eran los demás.»

Burbujas y domingos

«Clo-Clac. Psss. Segundos en silencio. Gluc. Las burbujas viajan libremente por su garganta. El sabor provoca un subidón de recuerdos y adrenalina. Empezaba a verlo. Ahí estaba. Domingo. Paredes forradas con un papel rojo a rayas verde botella. Un sofá grande de piel repleto de niños y adolescentes viendo unos seres amarillos mal dibujados, una mesa redonda con un brasero debajo del mantel para calentarnos los pies cuando jugábamos a cartas. Qué mal gusto para la decoración tenía la abuela. Olor a paella y montaña. Sólo un día a la semana los vasos se llenaban del elixir de la felicidad.»

La maleta de los recuerdos

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«Fue tu mejor regalo de cumpleaños. Desde ese día siempre estuvo en los mejores momentos de tu vida. El día que por fin pintasteis la fachada de la casa de los abuelos. En la boda del hermano que nunca creíste que se casaría. Tu mujer y tu hijo encima de un elefante. El día que descubristeis el doble de tu cuñado en un viaje a Mallorca. Tu jefa con dos copas de más. Las bodas de oro de tus padres. La graduación de tu hija, el mismo día que te presentó a su novio bohemio. Ella siempre ha sido testigo de todo. Te ha guardado tus recuerdos y nunca se ha quejado de nada. No sabes cómo podrás agradecerle su fuerza, su resistencia, pero sobre todo, su paciencia.»

Me pregunto quién será

«Día 124. Sigo aquí dentro. Estoy calentito y no me falta de nada. Como, duermo, rio y me muevo cuando quiero. Además, tengo una piel muy suave. Qué más se puede pedir a la vida. A veces dos personas me hablan e intentan comunicarse conmigo, pero yo hago ruido pegando patadas para que me dejen dormir. Creo que así les asusto, porque cuando lo hago gritan. Me pregunto quién serán esos dos locos. Espero no salir nunca de aquí. Aunque tengo curiosidad por saber quienes son. ¿Me cuidarán cuando esté fuera?»

Cualquier momento es el momento

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«Amanecía. Hacía unos meses que siempre nos ocurría lo mismo. Horas y horas conversando, soñando y pensando que haríamos si alguna vez nos tocara ese premio que tanto anunciaban. Quién no lo ha hecho nunca. Planteando un mundo mejor, organizando la revolución contra los incompetentes que gobiernan y discutiendo banalidades como quién iba a fregar los vasos al día siguiente. Bueno, ese día. ¡Que está amaneciendo! gritaba siempre el menos insensato de todos. Reíamos. Porque cuando sueñas, no importa la hora.»

El milagro de ver

«Levantó los párpados. Le dijeron que debía reposar una hora con los ojos cerrados, pero no podía esperar. Hizo el gesto de coger las gafas de la mesilla pero se dio cuenta de que ya no las necesitaba. Llegaron sus dos hijos y su marido y la abrazaron. Los miró una y otra vez y sintió que nunca se cansaría de observarles. Mofletes sonrojados, patas de gallo, los hilos sueltos de sus camisas e incluso percibía exactamente el color del iris de cada miembro de su familia. Había valido la pena. Quería llorar pero no lo hizo. No quería estropear esas vistas tan espectaculares con lágrimas.»